Qué decir ahora de él, sumergida como me encuentro en tanta postmodernidad.
No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte. Tú me mueves, Señor; muéveme el verte clavado en una cruz y escarnecido; muéveme ver tu cuerpo tan herido; muévenme tus afrentas y tu muerte. Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera, que aunque no hubiera cielo, yo te amara. Y aunque no hubiera infierno, te temiera. No me tienes que dar porque te quiera; pues aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero, te quisiera. Anónimo. Atribuido, según Menéndez Pelayo, a Santa Teresa, a San Francisco Javier o al Fray Miguel de Guevara. Misteriosas atribuciones, cada uno de ellos estaba en un continente distinto. |
No hay comentarios:
Publicar un comentario